Por Juan LamarcaFotografía: ©Dolores de Lara
El concepto y el buen hacer del maestro Enrique Ponce constituyen la máxima expresión artística en el toreo, la cual se manifiesta desde su alta sensibilidad en la aplicación de una técnica y conocimiento que traslucen la pureza y el clasicismo en los que históricamente se basa.
.Las modas también surgen en la Fiesta Brava y, aun añadiendo páginas importantes, siempre son perecederas, por lo que el devenir y el ser del toreo acaban volviendo a su propia esencia que es la aplicación de las normas clásicas del arte del toreo. Hay quien afirma que no existe mejor moda que lo clásico.
El triunfo, por otro lado legítimo, de los que van por otros derroteros alejándose del clasicismo de la regla, se cimenta sumándole amplias dotes de personalidad, pero he aquí que en el maestro de Chiva se conjugan ambas cualidades de clasicismo e idiosincrasia, basadas en el valor y en la inspiración en cada caso para expresar el arte del toreo, cuyo ejercicio se nos presenta como una cosa muy compleja, llegando a pensar que ha alcanzado formas y pautas definitivas, no obstante de estimarse como un arte aún joven en relación con las demás artes que alcanzaron su definición hace miles de años.
Pero quizás sea el maestro Enrique Ponce el que nos lleve al firme convencimiento de que el toreo con él alcanza su máxima expresión artística y en él se culmina su evolución.
Enrique Ponce nos ofrece su concepto de la tauromaquia y nos muestra cómo las suertes de la lidia que realiza no comportan solamente el aspecto visual, sino que nos revela que tiene delante a un animal fiero al que hay que entender, reducir y dominar. Por lo tanto no tiene únicamente que ir a un proceder de estética personal como artista que es, sino a la eficacia de su poderío sobre el animal, configurando la estampa de un "ballet dramático" como así lo definiera Vicente Zabala en su obra "La Fábula de Domingo Ortega".
Pues sí, señores, ahí tenemos la incontestable realidad del toreo de Enrique Ponce y su natural expresión artística, su concepto, como el del maestro de Borox: "Parar, Templar, Cargar y Mandar". ¡Ahí es nada! Pero no se pueden lograr esas fases sin una inicial y primordial como es la de CITAR, desde el punto geométrico que exige la regla y demandan las condiciones del toro.
Es por ello que el sentido de la colocación en el joven y ya legendario maestro sea decisivo para la correcta ejecución de las suertes que cincela, por lo que se deduce que "no es igual dar pases que torear".
Se estima como la parte más bella y enjundiosa de su toreo la de delante, aquella en que el torero se enfrenta con el toro echándole la capa o la muleta adelante, para que a medida que la res va entrando en su jurisdicción, la va templando inclinándose sobre la pierna contraria, al tiempo que ésta avanza hacia el frente y alarga al toro en la profundidad del pase para transmitir su sentimiento a la emoción del aficionado.
En palabras del propio torero todo ello supone torear a favor de toro y lo distinto sería “destorear”, ya que la consecuencia del auténtico toreo "no es llevar al toro por dónde no quiere ir, sino por donde el lidiador quiere que vaya", y añade: "Por supuesto, con su permiso." El del toro, naturalmente.
¿Acaso no es su clasicismo conceptual el que han practicado lo más grandes del toreo?. Entre ellos no sólo se encuadra nuestro homenajeado, sino que incluso es considerado como "torero de toreros", es decir, mostrándose como un espejo donde mirarse el resto de la profesión, lo reconozcan o no lo reconozcan algunos.
La excelsa expresión artística del toreo de Enrique Ponce llega a todos y por todos es reconocida, con las consabidas negaciones y discrepancias, como no podría ser menos, que toda figura importante genera. Su apasionada afición y su responsable profesionalidad supera el más mínimo atisbo de sentido acomodaticio o actitud de relajo en su buen hacer que pudiera brotar de la continua admiración y reconocimiento que recibe de aficionados y públicos del orbe taurino que lo elevan al Olimpo de la Tauromaquia.
El diestro valenciano, hijo adoptivo de la provincia de Jaén como vecino de Las Navas de San Juan, no ha sido acogido en exclusiva ni por aficionados selectivos ni por las mayorías populares, se erige como torero de todos y para todos, con las masas entregadas durante lustros de ejercicio, sin que ello suponga el efecto del consabido aserto de que en los toros cuando la masa interviene el arte degenera, por lo menos en el caso de Enrique Ponce, que lo exhibe con la excelencia que le caracteriza.
La técnica, la estética y la expresión artística de Ponce en su asombrosa regularidad rayan en tal perfección que algunos, maliciosa y resentidamente, "la ven con hastío y la sufren por insultante". No sería esta la posición de Eugenio D'Ors quien afirmaba:
"No hay que cansarse de aspirar a la perfección ni de hacer apología de ella,
porque de lo demás, en fin de cuentas siempre quedará bastante".
Por el contrario hoy en día nos quieren convencer de que el toreo perfecto, "el no va más", "lo nunca visto" consiste por ejemplo en que cuando un toro se para por falta de acometividad o por estar entregado por exceso de brega, el torero avance hacia él en su verticalidad y de costado hasta rozarle la pala del pitón para provocar su arrancada y darle rígido un pase natural ¡pues vaya naturalidad!
Lo clásico, como así lo entendiera y ejecutara Domingo Ortega, sería despegarse perdiéndole un paso y ofrecerle el diestro el pecho, que es lo más noble que tiene el hombre, citar con la muleta adelantando la pierna, en movimiento lento acompañado ligeramente para que surja la belleza del muletazo.
Por otro lado no se aproxima a la perfección el hecho de citar al toro de perfil en actitud estática, lo que se conoce como "hacer el poste" y citar al toro con la muleta retrasada a la altura de la cadera para que se estrelle la res o conseguir a lo máximo un medio pase. A veces la cadera mejor serviría para "apoyar las manos y pasear por la calle de Alcalá…..con la falda almidoná", como cantara Celia Gámez.
El arrojo y el valor no radica en el ¡uy! o en el ¡ay!, los derrotes a la muleta por falta de temple pisando terrenos de cercanías mal calculadas, o en las cogidas frecuentes por defecto de técnica en la lidia del burel, puesto que la finalidad o el éxito del espada debe basarse en su dominio y la cogida por el toro indica su fracaso, sí, la supuesta épica del tremendismo, aunque sea con arte cuando el que lo interpreta está dotado de fino estilo.
Es por eso que reitero el concepto taurómaco del maestro Enrique Ponce, el cual en cada faena exhibe el esquema de movimientos en los que el arte del toreo consiste, de forma que llevando a la práctica las reglas clásicas hace brotar la excelencia de su toreo y todo lo que tiene de ritmo resaltará en la armonía de ese grupo escultórico en movimiento que es la belleza del arte de torear.
Para finalizar, y a mayor abundamiento, les refiero que fue el Conde de la Estrella el que consiguiera de Fernando VII, el Rey felón, la orden de crear la Escuela de Tauromaquia de Sevilla bajo la dirección del legendario Pedro Romero.
El noble albergaba el convencimiento de que en el toreo, en relación con las demás artes, la aplicación de las normas clásicas conducía al más puro y profundo romanticismo, estimando al maestro rondeño como depositario y fiel intérprete de estos valores, lo que así hacía saber al Rey en la numerosas cartas que le escribiera y en un fragmento de una de ellas así se refería:
"Sepa Vuestra Merced, señor mío, que el timón de esta nave es la muleta, en que
es Romero inimitable, ya llevándola horizontal al compás del ímpetu del toro, ya
llevándola rastrera, como barriéndole el piso dónde ha de caer, o que ha de usar
mal de su grado; aquella muleta que siempre huye y nunca se aleja de los ojos de
la fiera, que a veces le obedece como caballo sin freno".
Pues bien, señoras y señores, queridos amigos: les ruego practiquen un fácil ejercicio de imaginación y sustituyan del párrafo anterior el nombre de Romero por el de Ponce, el torero de época, de la época del Excmo. Sr. D. Enrique Ponce Martínez, naturalmente.