8 de febrero de 2010
La feria de Valdemorillo perdió hace muchos años el valor iniciático que en principio tenía. Justo desde que inauguraron la plaza cubierta, que permite estar a salvo de los rigores del invierno serrano, pero que anula esa parte de esfuerzo ritual que suponía sufrir, pelearse contra el frío y las inclemencias invernales por ver un toro encastado, el primero de la temporada o imaginar un bello natural que nos redimiera de toda la sequía taurina del invierno y fuera el adelanto de una temporada que sobre el papel siempre se supone jugosa.
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No añoro la incomodidad de antaño, pero si digo que ahora Valdemorillo ha perdido ese carácter singular que a algunos nos hacía peregrinar para ver los primeros toros de la temporada contra viento y marea y ahora es una feria de pueblo madrileño, ya ni la primera de la temporada con la importancia que eso pueda tener y que se justifica por el interés real de sus carteles.
No añoro la incomodidad de antaño, pero si digo que ahora Valdemorillo ha perdido ese carácter singular que a algunos nos hacía peregrinar para ver los primeros toros de la temporada contra viento y marea y ahora es una feria de pueblo madrileño, ya ni la primera de la temporada con la importancia que eso pueda tener y que se justifica por el interés real de sus carteles.
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Interés tenía cada uno de los días, uno de ellos por Curro Díaz, siempre esperado y otro por Leandro que fue el que elegí.
Interés tenía cada uno de los días, uno de ellos por Curro Díaz, siempre esperado y otro por Leandro que fue el que elegí.
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Me plantea el toreo de Leandro, como el de otros toreros que se justifican por su compostura, donde encuentro el placer de ver torear. Intento descartar la respuesta ritual y obvia de la belleza que aparece en el dominio del bravo animal por el torero que le somete con elegancia tras haberle dado las ventajas para que muestre su acometividad, puesto que me parece evidente que no esperaba eso de Leandro, ni de tantos otros bastante más afamados, en los numerosos festejos a los que acudo en la temporada.
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Me plantea el toreo de Leandro, como el de otros toreros que se justifican por su compostura, donde encuentro el placer de ver torear. Intento descartar la respuesta ritual y obvia de la belleza que aparece en el dominio del bravo animal por el torero que le somete con elegancia tras haberle dado las ventajas para que muestre su acometividad, puesto que me parece evidente que no esperaba eso de Leandro, ni de tantos otros bastante más afamados, en los numerosos festejos a los que acudo en la temporada.
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Me gustó el toreo de Leandro, vertical, la figura compuesta, los engaños manejados con suavidad, las series ligadas, utiliza más la derecha que la izquierda y para convencer sólo le falta un punto de decisión y otro de facilidad. Esta la puede conseguir con la práctica, la otra el futuro lo dirá. La falta de decisión le quita profundidad y le hace malbaratar las faenas con la espada y la facilidad la necesita para que su toreo suave pueda fluir limpia y armónicamente.
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Quizá sea esto lo que me llama a las plazas de toros, y que a la espera de la aparición de esa faena redonda y maciza que surge de vez en cuando en las manos de un artista esencial, normalmente es la armonía, la suavidad, la elegancia de aquellos que quieren torear en busca de la belleza, la que me remueve al encuentro del placer de ver torear.
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Quizá sea esto lo que me llama a las plazas de toros, y que a la espera de la aparición de esa faena redonda y maciza que surge de vez en cuando en las manos de un artista esencial, normalmente es la armonía, la suavidad, la elegancia de aquellos que quieren torear en busca de la belleza, la que me remueve al encuentro del placer de ver torear.
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