LA ORDEN DE CABALLERÍA y
LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA
Anónimo / Ramón Llull
Edición de Javier Martín Lalanda
Editorial Siruela, 2009
Joaquín Albaicín
Altar Mayor
El fracaso de Orson Welles, que en veinte años no consiguió concitar los apoyos logísticos necesarios para culminar su película sobre Don Quijote, o el posterior –y por partida doble- de Terry Gilliam, cuyas naves quedaron encalladas entre Navarra y Madrid sin que nadie haya podido todavía reflotarlas, constituyen la perfecta metáfora de lo poco que tienen en común la caballería y el mundo moderno. Si el caballero se desvivía por socorrer a viudas y huérfanos, el triunfador moderno vive de esquilmar a las primeras y, si puede, violar a los segundos y colgar luego sus fotos desnudos en la Red. Si el caballero defendía la fe, el triunfador moderno la pisotea y escarnia en nombre de la felicidad y el progreso. Si el caballero aspiraba a restaurar las condiciones edénicas propias de la Edad de Oro, el triunfador moderno no persigue sino la eliminación de su recuerdo.
Resulta llamativo, por tanto, que los preceptos contenidos en estas dos obras escritas en el siglo XIII por mano anónima (pues no está nada claro que muchos de los escritos atribuidos al beato mallorquín Ramón Llull se deban realmente a su pluma) suenen a nuestros oídos tan lejanos y, al tiempo… tan familiares y oportunos. Y es que, en un mundo gobernado y adoctrinado por villanos, urge que no se pierda del todo en el vacío la voz del caballero (preferiblemente, andante).
Conocíamos ya a Javier Martín Lalanda en su calidad de comentarista y traductor tanto de la Carta del Preste Juan y de La comunidad secreta (una obra sobre las tradiciones referentes a las hadas y demás elementales recopiladas en Escocia en el siglo XVII) como por su traslado al castellano de uno de los títulos emblemáticas del catálogo de Siruela: la biografía de Aleister Crowley debida a John Symonds. El primero de los dos tratados incluidos en este volumen, atribuido a Hugo de Tabaría (o de Tiberíades), es un poema en francés antiguo en el que el caballero cautivo explica a Saladino los fundamentos de la caballería cristiana. En la segunda, un anciano caballero, que desde hace años vive retirado en el bosque, alecciona a un escudero que aspira a ser ordenado sobre los orígenes de la caballería, sus objetivos y sus rituales.
A fuer de brindarnos una espléndida traducción, Martín Lalanda se extiende en oportunos comentarios sobre instituciones como las de los adalides (ordenados por el rey mientras sus compañeros los levantaban con un escudo) y los almocadenes (que recibían su rango mientras se sostenían de pie, en equilibrio, sobre dos lanzas). O acerca de las raíces de la caballería, que, según las propias fuentes caballerescas, se remontaría a Zac 7, 9-10 y Ef 6, 11-17, y, según aventura Lalanda, a la mitología hindú sobre la muerte del dragón Vritra a manos de Indra y, en particular, a la del mismo dragón a manos de Mitra en las leyendas persas. Es, en efecto, el mundo de las sociedades guerreras que rendían culto a Mitra, cuyas filas rápidamente engrosaron los legionarios romanos, uno de los veneros en que conviene hundir los labios para indagar en los orígenes de la tradición de que terminaran por surgir Arturo, Rolando o El Cid. Sumamente apreciables son sus observaciones sobre la influencia en la obra de Llull del discurso de la Dama del Lago en el Lanzarote en prosa, así como las correspondencias que establece a propósito de los tres colores –negro, blanco y rojo- de la vestidura caballeresca y que, en nuestra modesta opinión, cabría extender hasta el mundo del hermetismo, por cuanto los antedichos colores son los mismos de las distintas etapas de la Gran Obra.
Es asimismo interesante el debate que propiciarían sus reflexiones acerca de si los acentos puestos por Llull en la necesidad de que el sacerdote ocupe en lugar preeminente en la investidura caballeresca supondrían una tergiversación del ritual. Toda vez que se subraya la obligatoriedad de que los reyes posean la dignidad caballeresca, y que éstos son coronados por la autoridad espiritual, y teniendo en cuenta la ausencia de fuentes escritas tan antiguas como quisiéramos, podría también tratarse de una rectificación necesaria, de un retorno a los orígenes de la institución en lucha contra su decadencia. Y pensamos, por ejemplo, en el dato de que almocadén parece inequívocamente proceder del vocablo árabe al moqqadem, que designa en árabe el rango de quien, en una cofradía sufí, transmite la iniciación y dirige los rituales (de donde cabe preguntarse si no habrá ahí vestigios de una ordenación caballeresca más vinculada que las otras al orden sacerdotal y una vía de investigación que podría arrojar luz sobre las palabras del Infante Don Juan Manuel, quien concebía la caballería como una orden “a manera de sacramento”).
Comentario aparte merece el jugoso ensayo de Martín Lalanda sobre San Jorge, incorporado como apéndice. Por razones cuyos trasfondos mejor es ni imaginar, voces de la Iglesia se alzan insistentemente desde hace años para apear del santoral católico tanto a San Jorge como a los Siete Durmientes, y sólo por ello habría ya razones dobles para aplaudir la aparición de este texto, en el que las conexiones trazadas hasta el mito persa son tan certeras como arduas de refutar.
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Comentarios:
La Orden de Caballería yel Libro de la Orden de Caballería
Fuente Blog Del toro al infinito
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La Orden de Caballería yel Libro de la Orden de Caballería
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