Por Fernando Claramunt López
¿Qué es un pueblo para Miguel Hernández? Los poetas de la generación anterior, la del 27, lo veían como una fuente de inspiración, un vivero de experiencias estéticas, pero lo veían desde un balcón.
La voz del pueblo llegaba filtrada por la sensiblidad individual de cada hombre de letras nacido en hogar patricio y, a veces, muy noble. El poeta del 27 es dueño de un refino, que el pueblo, en general, no tiene. Por eso van apareciendo los toros y toreros de Gerardo Diego, con su santanderina aristocracia espiritual; los de Federico García Lorca, que los veía desde un palco de su Andalucía folclórica; los de Alberti, sentado en un buen tendido de sombra con la entrada que le regalaba Sánchez Mejías; los de Fernando Villalón, Marqués de Miraflores, poeta ganadero que guiaba sus reses bravas con garrocha de majagua por las marismas del Bajo Guadalquivir. Fernando iba al paso con su ganado, confianzudo, pero sin bajarse del caballo, como corresponde a un gran señor del campo andaluz.
En Miguel Hernández los toros, los toreros y el pueblo, sobre todos los hombres del pueblo, son otra cosa. Tendría todo el derecho a decir: El pueblo soy yo. Me siguen las masas, los mineros y los obreros de las fábricas. Vienen conmigo los proletarios cuya rebelión hace temblar a don José Ortega y Gasset y al Presidente Azaña. Por más que don Manuel no quiera, se le muda el color, como temía el torero Reverte y como dicen los aceituneros de Jaén.
Miguel, con vocación de torero de cartel, pisa firme como en su obra dramática incompleta "El torero más valiente": Voy en pos de nada...Y voy a ver a Dios, que me lo dejé en la plaza."
(Del prólogo de "República y Toros", por Fernando Claramunt López, Ed.Egartorre, Madrid, 2006)
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