Por José Manuel González Torga
(Publicado en 2010 en “Espacios Europeos”) (Hoy es remitido por el autor, el mismo tema como recordatorio, para su nueva publicación en “La Montera.net”).
No pensé, a estas alturas, entrar en polémica sobre un tema taurino. Desde luego no es mi fuerte. En Periodismo me ha tocado tratar de casi todo; pero en “Toros” no pasé de alguna croniquilla sobre festejos nocturnos en la plaza pacense, cuando hacía las prácticas de verano en el diario “Hoy”. Y ya ha llovido.
Ocurre, sin embargo, que el asunto lo ha puesto en bandeja este periódico digital, para mi entrañable,con la firma Cordura, que elegida por el propio autor no pasará de una mera aspiración.
El primer capitúlo de la serie en cuestión ya no presagiaba grandes hitos, pero el ternurismo que me parece recordar como motivo inspirador, puede ser respetable. Cuando, en el segundo, se concreta que es una <<serie inspirada por la abolición de la “fiesta nacional” en Cataluña>>, la supuesta inoportunidad del tema en estos momentos, pasa a transformarse en alineamiento -voluntario o involuntario- con intereses de la alta burguesía nacional-catalanista y sus corifeos de diferentes pelajes. La cuestión, a mi entender, se bastardea.
Resulta chusco para la Generalidad tener que cargar con una presidencia encarnada por un cordobés. Así pues, para compensar, se les ocurre prohibir la lidia de los toros, extendida no sólo por España, sino también por parte de Francia, Hispanoamérica y Portugal, con la conocida variante lusa.
Hipócritamente, los independentistas catalanes alegan la crueldad en los cosos, aunque mantienen las piadosas celebraciones de toros a la carrera con las astas llameantes, algo que a los animales les debe de producir un enorme placer, o al menos así lo creerán los clasificadores, dada la diferenciación que establecen. En serio, el asunto, políticamente, no tiene más hechuras que el afán diferenciador para tratar de justificar lo que nunca existió, pero que quieren forzar, sin parar en barras.
En cuanto a las objeciones a la tauromaquia, me parecen opiniones como tantas otras, aún cuando no las comparta en grado suficiente como para cimentar la prohibición. Mi postura es que al que le guste vaya y al que no le guste, pues que no vaya a los cosos taurinos. Personalmente no creo haber acudido a más de una veintena de festejos. Nunca me he entusiasmado; pero menos me gusta el flamenco y tampoco creo que deba prohibirse.
Brindis de la faena
Las razones de los anti-taurinos son muy antiguas aun cuando revivan de vez en cuando. Este es el momento menos oportuno para traerlas a colación salvo que, en efecto, se quiera brindar la faena a quienes buscan dar un tajo a la unidad de España, utilizando, para más inri, todo lo que consiguen afanar de los impuestos de todos los españoles, con la implicación electoralista del anterior gobierno.
Hubo prohibiciones papales cuando el Vaticano disponía de un poder casi omnímodo; pero no acabaron con la afición.
El historiador del Periodismo, José Altabella, ya registraba el nombre de José Clavijo y Fajardo, en el siglo XVIII, como detractor de las corridas de toros, en la revista El Pensador. Luego, atribuye a las sociedades protectoras de animales, la acción para estimular el clima anti-taurino. En una lista que publicaba El Globo, en 1877, figuraban nada menos que los siguientes periódicos, alineados como combatientes frente a las corridas de toros: “La Época”, “La España”, “La Fe”, “La Nueva Prensa”, “El Pueblo Español”, “La Paz”, “El Siglo Futuro”, “La Política”, “El Pabellón Nacional”, “El Diario Español”, “El Constitucional” , “La Iberia”, “El Tiempo” y “El Popular”. José Navarrete y Tomás Rey (Perico el de los Palotes) estaban entre las firmas que mantenían esa línea, como otras de autores más recordados: Mariano José de Larra y Modesto Lafuente.
En la prehistoria de los textos taurinos hay una Relación atribuida a Cervantes. Las plumas de Lópe de Vega, Quevedo, Ruiz de Alarcón, Moreto, el Padre Isla, o Torres Villarroel, no esquivaron el tema. Supieron apreciarlo.
En el Regeneracionismo y la Generación del 98, la denominada Fiesta Nacional figura como ingrediente de la “España de charanga y pandereta”. El auténtico apóstol contra la lidia es, Eugenio Noel (Eugenio Muñoz, en el Registro Civil), quien escribe y da conferencias por toda España y pasado el charco, con llenos en salones de ateneos y otros círculos diversos. La diferencia estaba en la mayor cabida de las plazas de toros, que también se llenaban.
Aparte del conocido erudito, José María de Cossío, con quien colaboró, entre otros, el poeta Miguel Hernández, en su Enciclopedia, la relación de cronistas especializados modernos, desborda el espacio disponible. Citemos, por dar sólo algunos nombres, a Mariano de Cavia (Sobaquillo); a César Jalón (Clarito), que fue ministro lerrouxista; a Franciso Ramos de Castro (Rodaballito); a Carlos Larra (Curro Meloja); a Manuel Casanova, que desempeñó el cargo de gobernador civil; a Gregorio Corrochano, autor de crónicas memorables, como también Antonio Díaz-Cañabate.
Unos fueron más y otros menos bohemios; pero, sin duda, todos amaron “los toros”, empezando por el ganado.
Proximidad entre la vida y la muerte
Alguna vez hablé con el escritor y profesor, José Luis Castillo Puche, de su larga relación con Hemingway, sobre quien publicó, entre otras cosas, el ensayo “Algunas claves de su vida y de su obra”. Los toros bravos fueron para Hemingway algo muy importante. En 1923 asiste por primera vez a los sanfermines con su esposa Hadley, en avanzado estado de gestación. “Será -le decía- muy bueno para nuestro niño. Los toros tienen una influencia vigorizante sobre los niños no nacidos todavía”. Y al pequeño le impusieron los nombres de John Nicanor, por el torero más en boga por entonces: Nicanor Villalta. Al año siguiente, el propio Ernesto y su colega John Dos Passos corrieron en los encierros pamplonicas. Arriesgaron su integridad ante los astados. Hemingway vivió fascinado por el mundo de los toros, como realidad aproximativa a la vida y la muerte.
Personalmente, he compartido periódico y amistad durante varios años, con un cronista taurino de campanillas: Vicente Zabala Portolés. He comprobado de cerca su lucha por recuperar la pureza del toreo. Su culto a los toros y su exigencia sobre los toreros.
Un día nos encontramos a la salida de una estación de “Metro”. Él había colmado ya hacía tiempo su aspiración a la titularidad de la sección en “Abc”. No mucho tiempo después, cuando viajaba a la Feria colombiana de Manizales, para ejercer su cometido profesional, perdió la vida en accidente aéreo “in itinere”. Sus restos descansan en el cementerio nuevo de San Lorenzo de El Escorial.
Buena parte de su vida habían sido los toros. Y los toros fueron, está claro, el motivo de su muerte. Pero no cabe culpabilizarlos, como tampoco a los toreros. Cada cual cumple su papel en un rito peligroso bajo normas precisas.
Recuerdo cuando Curro Romero, resultó detenido por negarse a matar un toro, transgrediendo con ello el reglamento del espectáculo. Filosofar sobre ello tiene sentido; pero lo pierde cuando da apoyo a algo tan pedestre, feble y falso como la política, presuntamente, de algún que otro político catalán, que paga el Colegio Alemán para casa y obliga al catalán para fuera.
El toro de lidia es, desde hace mucho tiempo, un animal épico. De ahí que figure como monumento en bronce, de modo similar a otras figuras reverenciadas o reconocidas, por una amplia geografía: El Puerto de Santa María, Linares, Ronda, Pedraja de Portillo (Valladolid), Salamanca, Tordesillas… pero también La Provenza. Mi amigo y compañero Antonio Santander evocaba sus campañas salmantinas para que se erigiera el monumento al toro de lidia.
Los recuerdos y los sentimientos, como la cordura -colega de este digital- están repartidos y no hay que monopolizarlos. Al menos así lo creo.
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