Gaspar Rosety / publicado en La Razón (8-VII-15)
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Gritó “Viva San Fermín” después del chupinazo, se acomodó en la ventana de Estafeta y disfrutó del encierro. Después, desayunó churros gigantes y, al mediodía, paseó por Madrid, entre las mesas del Mesón Txistu y del Asador Donostiarra con su eterna sonrisa. Por la noche, seguro, acudió a su cita con los amigos de Napardi. Así son las almas libres.
Trabajador incansable, hizo de la constancia su bandera y convirtió sus restaurantes en dos museos del fútbol, del deporte y de la vida. Literalmente adorado por todos sus trabajadores, éstos constituyen ejemplo de lealtad y sienten el orgullo de pertenencia a la empresa. Es su signo de identidad.
El deporte español ha vivido sus grandes noches en la casa de Pedro Ábrego. Recuerdo la fiesta después de ganar el Mundial en Suráfrica. La Selección al completo. Nunca había hora en el imperio Ábrego. Universal, generoso, espléndido, cariñoso, alegre, divertido, bondadoso, elegante, solidario, leal, caritativo, humilde, especialmente sencillo, risueño. Empresario modélico, persona ejemplar, fue también el abuelo que muchos no tuvieron, como Adela y Beatriz. Lo disfrutó Pedro Murias Ábrego, su digno y brillante sucesor, así como Ana, Íñigo y Gabriel.
El alma de Pedro siempre habitará entre nosotros en el Txistu y en el Asador. Siempre el deporte y la sonrisa permanecerán unidos por el corazón del gran hombre que nunca murió, que siempre estará sentado a nuestras mesas.
Pedro forma parte de mi paisaje cotidiano, de mis acuarelas con el mar al fondo, como el atardecer bello de sol enrojecido. Me gustaría haberlo tenido siempre cerca, con Julia, Yula y Antolín, que lo mimaron. Gracias a Dios por este regalo de ochenta y siete temporadas.
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